[p. 357] La escribanía mayor del Concejo de Sevilla en la Edad Media
El día de San Clemente de 1248 el rey de Castilla, Fernando III, el Santo, entra con sus tropas en Sevilla. Se incorpora así la ciudad y su territorio a una nueva corriente de civilización, la del reino de Castilla, totalmente ajena a la islámica que durante varios siglos imperó en los territorios más sureños de la Península Ibérica. Y con esta nueva oleada cultural de cuño latino se implantará aquí, sin solución de continuidad, el valor asignado al documento escrito y el uso abundante del instrumento escritura, que en el ámbito europeo había tomado carta de naturaleza desde el siglo XII1, y del que no fueron ajenos los reinos cristianos peninsulares.
De esta manera, una vez repartido su territorio y asentada la nueva población, la necesaria presencia de escribanos y escribanías en la Sevilla recién conquistada va a ser una realidad que se constata muy pronto en todas aquellos documentos expedidos en y para la ciudad y sus habitantes2. También, al hilo de esto, en las primeras ordenanzas, que Alfonso X dio a Sevilla, se refleja una pronta y rápida institucionalización de todos los oficios relacionados con lo escrito y la escrituración, ya que resultaba ser un aspecto importante a reglamentar para el buen desarrollo de la vida ciudadana, al mismo tiempo que era un fiel termómetro de estas nuevas corrientes que supusieron la implantación del derecho romanista en una tierra en la que empezó a regir a raíz de su nueva situación política.
A partir de aquí, el universo documental y la práctica escrituraria se plasmará en la Sevilla medieval en un doble ámbito. Uno, el de las relaciones documentales que se establecieron entre los sevillanos y su cabildo ciudadano, en tanto que éste como entidad soberana de carácter local debía usar las formalizaciones escritas en el ejercicio habitual de su poder, y más en sus primeros momentos en los que andaba dedicado a crear todo el entramado institucional preciso en el que sustentar sus relaciones con los nuevos pobladores3. Otro, el de la escrituración privada, es decir aquél que a través del notariado público de cuño romanista canalizaba todo el proceso documental derivado de los múltiples contratos y negocios que se establecieron entre los habitantes de la ciudad y su entorno.
[p. 358] La necesidad de la adecuación a los nuevos tiempos Ilevó también aparejada la creación ex novo de una determinada organización del Concejo4 de Sevilla, y para ello se fue consciente de que un instrumento esencial de la actividad del gobierno ciudadano durante toda la Baja Edad Media sería la producción y conservación de la documentación de tipo político y administrativo, labor ésta que Ilevaban a cabo los escribanos del concejo y que hace situar a estos hombres de la pluma en una determinada buro-cracia ciudadana, de la que eran su sostén principal5. Por ello, desde el inicio de la Sevilla cristiana la figura del escribano mayor del concejo destaca entre los otros escribanos, que conformaron la buro-cracia del cabildo, desempeñando oficios de mayor o menor nivel. Su rango le hace equiparable a los otros oficios más relevantes de la administración municipal sevillana, ya que en él recaía la fe de la corporación y el pro y la honra del concejo6.
La capacidad de nominación de este escribano mayor recaía en la propia corporación desde época de Alfonso X7, al contrario de lo que ocurría con otros oficios concejiles — alcaldes y caballeros veinticuatro de la ciudad — cuyo nombramiento correspondía al rey, si bien parece que muy pronto pasaron también a ser controlados por el poder local. No obstante, a partir del siglo XV, se detecta un “aparente” cambio de tendencia y la intervención directa de los reyes parece consagrarse tanto en lo que atañe al nombramiento de este oficio, como al control que empieza a ejercer el poder soberano sobre el sistema de renuncia al mismo. Así, Pedro de Pineda es nombrado por el rey escribano mayor en 1418, en sustitución de su suegro Bernal González, que renuncia en él8. Más tarde, Juan de Pineda recibe una carta de merced de Juan II, en agosto de 1450, designándole para el oficio en lugar y tras la muerte de su padre Pedro de Pineda9. Dicha merced sería más tarde confirmada por Enrique IV y los Reyes Católicos en 1477, tal y como era costumbre en el ejercicio de la [p. 359] cancillería castellana10. De la misma manera, a raíz de la desaparición del mismo Juan de Pineda en la campaña de la Axarquía malagueña, los monarcas disponen del oficio y lo traspasan a su hijo y sucesor Pedro de Pineda11, que tendrá que devolverlo a su padre al regreso de su cautiverio en tierra de moros, una vez pagado el rescate. Tras la muerte de éste, los monarcas proceden al nombramiento definitivo del hijo en 149312.
Esta tendencia creciente de los reyes a colocar bajo su control el nombramiento del escribano del concejo, se ve ratificada en tiempos de los Reyes Católicos, cuando al dotar a la recién conquistada Málaga de una nueva normativa local, especifican claramente que la nominación de este importante oficio concejil recaía en su ámbito de poder, y ello a pesar de que el modelo seguido por los reyes para la configuración de los rasgos de este oficio parece ser el sevillano, de tradición bien diferente13. Lo mismo ocurrió en la ciudad de Granada cuando en 1500 la corona se reserva la provisión de este oficio concejil14.
En cuanto al número de ejercientes como escribano mayor del concejo hispalense, a lo largo de toda la Edad Media este oficio fue desempeñado por una sola persona15, al igual que en la mayoría de los concejos castellanos en el mismo periodo16.
Por otra parte, desde la conquista de la ciudad el requisito fundamental para llegar a ser escribano mayor del Concejo de Sevilla era el ser escribano público17, es decir, ser vecino del lugar, hombre de buena fama y costumbre, y contar con unos determinados conocimientos prácticos de tipo profesional que lo capacitaran como tal, y de los que participaban también sus otros compañeros que desempeñaban su trabajo en la esfera de lo privado. Sin embargo, desde el siglo XIII y a lo largo del desenvolvimiento de este oficio se apunta, también, otra premisa que resultó ser necesaria para poder acceder a dicho oficio : la pertenencia del candidato a nobleza local. Así lo señala N. Tenorio haciéndose [p. 360] eco de las noticias dadas por D. Ortíz de Zúñiga en el siglo XVII18, y se refleja claramente en la nómina medieval de los detentadores de este oficio concejil.
Esta vinculación de la escribanía mayor del Concejo a personajes de la élite local se puede rastrear desde el reinado de Sancho IV. Los secretarios reales Juan Rodríguez de Sotomayor y Nicolás Pérez de Villafranca actuaron como escribanos mayores de Sevilla. A este último le sucede en el mismo periodo su hijo Nicolás Pérez de Villafranca, el mozo. Más adelante en época de Fernando IV y de Alfonso XI se conocen los nombres de Rui Pérez de Alcalá, que fue notario mayor de Andalucía y Francisco Fernández, progenitor del linaje de Fuentes19.
Esta tendencia se hace aún más evidente en la segunda mitad del siglo XIV, ya que la información que nos aportan los documentos conservados no sólo la reafirma sino que también añaden otro dato igualmente interesante, la transmisión parental del oficio y, por consecuencia, la constitución de una verdadera saga familiar, los Pineda, que generación tras generación monopolizaría este importante oficio del concejo sevillano, con el consentimiento de los distintos reyes. Así, se sabe que al menos desde 1387 era escribano mayor Bernal González20 y lo mantuvo hasta mediados del 1418, y ello a pesar de estar en la cárcel desde hacía diez años y tener todos sus bienes secuestrados por la justicia21. Ante tal situación, y por mandato legal renuncia al oficio en su yerno Pedro de Pineda, que inicia la saga familiar ya dicha. Este primer representante de la familia Pineda fue escribano mayor y también alcaide de Tarifa hasta 1436, y muere junto con otros caballeros sevillanos en el cerco de Gibraltar22. Le sucede su hijo Pedro de Pineda, el mozo, doncel del rey Juan II, que se casó con Beatriz Ponce de León, hija bastarda del poderoso conde de Arcos, Juan Ponce de León23. Tras la muerte de este Pedro de Pineda, la intervención del conde de Arcos ante la corona hace que su nieto Juan de Pineda asuma el oficio de su padre en 1450, si bien bajo su administración y tutela hasta alcanzar su mayoría [p. 361] de edad24. Este Juan de Pineda detentó el oficio hasta su muerte en 1493, recibiéndolo su hijo y sucesor Pedro de Pineda25, que lo desempeñó hasta entrado el siglo XVI.
Se configura, así, la escribanía mayor del concejo de Sevilla como un oficio público, adscrito a la nobleza desde su implantación en la administración concejil, y que al ser, además, transmitido de forma parental y ejercido de por vida por sus poseedores — como ocurría con las escribanías públicas de la ciudad — no escapará al fenómeno generalizado en la Baja Edad Media castellana de patrimonialización de dichos oficios, que tan acertadamente analizara F. Tomás y Valiente26, y en la que subyace su concepción por parte del poder como una merced.
De todo ello se deriva una nueva realidad, y es la separación taxativa entre la posesión efectiva del oficio y el desempeño real del mismo. El camino que va a seguir este oficio en el seno de cabildo sevillano parece indicar el muy probable ejercicio delegado a través de lugartenientes casi desde el principio, ya que la efectividad en el cargo resultaba harta improbable para estas personas ligadas a la oligarquía urbana cuyas miras estaban situadas más en conseguir un cargo como merced, que además le aseguraba unos determinados ingresos27, y un rol social importante dentro del entramado urbano.
De esta manera, se conforma el fenómeno de la lugartenencia, como un elemento característico de la escribanía mayor del concejo de Sevilla, al menos a partir de finales del siglo XIV, y del que encontramos continuas menciones hasta fines de la Edad Media. Y a ello parecen apuntar, también, otros datos muy significativos desde los primeros tiempos de la Sevilla cristiana28.
La nómina de las personas que ejercieron como “tenientes” del escribano mayor es la siguiente :
Iohan Ferrández (1272)
Pelegrín (1282)
Iohan García (1286)
Gonzalo Pérez (1286-1329)
Gonzalo Martínez (1293)
[p. 362] Esteban Ferrández (1295-1297)
Gonzalo Vélez (1355-1405)
Alfonso López (1405-1450)
Bernal González (1445-1450)
Juan Martínez (1450-1464)
Alfonso García de Laredo (1464-1491)
Gonzalo Vázquez (1491-…)
A través de ella se detecta un cambio de tendencia en cuanto a la duración del ejercicio de la lugartenencia. A lo largo de la segunda mitad del s. XIII se aprecia que sus actuaciones documentales se ciñen a periodos cronológicos muy cortos, e incluso salteados, debido, quizás, a que se está en un periodo de conformación inicial del entramado institucional del gobierno ciudadano, y se pudo acudir a formas de actuación coyunturales como el turnismo entre los escribanos públicos de la ciudad para ejercer tal función en el seno del cabildo. Al menos, así ocurrió en Murcia, cuyo concejo se configuró a semejanza del de Sevilla29. Sin embargo, a partir del s. XIV y, sobre todo, en su segunda mitad el desempeño delegado del oficio por estas personas no solo se puede afirmar taxativamente, sino que también parece tener visos de continuidad muy dilatada, precisamente cuando la burocracia concejil está ya consolidada y la propia institución ha llegado a la mayoría de edad.
Todos estos lugartenientes eran designados por el propio escribano mayor del Concejo, que procuraba que tal nominación recayera en personas “cualificadas” y profesionales de la escritura, escribanos, que con la titulación de públicos, del rey o de cámara ejercieron su trabajo tanto en el ámbito de la documentación privada como en el judicial30. Con ello se aseguraba un correcto ejercicio del oficio que había delegado, habida cuenta que este requisito profesional se convertía en un referente adecuado, a tenor de que su sustituto debía de representar por delegación la fe concejil.
Pero ocurría, a veces, que a la cualificación profesional se le añadía otro elemento no menos importante a la hora de la designación del sustituto por parte del escribano mayor. Y es que solía recaer en personas de su total confianza, ligadas, en ocasiones familiarmente a él. En este sentido mucho tuvo que ver en el cese fulminante de Alfonso López, que tenía una experiencia dilatada de casi [p. 363] cuarenta años como lugarteniente de Bernal González y de Pedro de Pineda, el viejo, y Pedro de Pineda, el mozo, la llegada al oficio de su sucesor Juan de Pineda, que asocia al mismo a Juan Martínez, escribano público, que formaba parte de su familia directa31.
La designación por parte del escribano mayor y el hecho de ser escribanos públicos no son los únicos elementos que caracterizan los perfiles de los lugartenientes sevillanos. Desde la existencia de fuentes seriadas al respecto, a fines del s. XIV, a la denominación genérica de estos sustitutos se le añade siempre la de escribano del cabildo, reservándose siempre la de escribano mayor para el titular del oficio, y es que independientemente del hecho de las posibles distinciones en cuanto a contenido que pudieran tener las acepciones de Concejo y Cabildo32, lo que se pretende expresar con tal denominación es su dependencia jerárquica y funcional del escribano mayor. Se constituye así un segundo escalón en el desempeño de este importante oficio burocrático.
Por otro lado, estos escribanos del cabildo solían compatibilizar su trabajo en el seno de la corporación con el cargo de jurados de una de las collaciones o barrios en los que se dividía la Sevilla medieval, y que, entre otras cosas, le hacía partícipe de algunos ingresos extraordinarios y de un cierto protagonismo en la vida ciudadana. Así, Alfonso López fue jurado de San Roman en 143633, Juan Martínez lo era de San Pedro desde 145134 y Alfonso García de Laredo empieza a denominarse como tal en 1465, a raíz de su ascensión al cargo de lugarteniente tan solo un año antes. Pero este hecho no era especialmente distintivo, ya que también los escribanos del número de la ciudad acostumbraron a unir a su ejercicio profesional en el ámbito de la documentación privada el desempeño de la juradería a lo largo de la época medieval, hasta que [p. 364] en 1492 prohibieron esta duplicidad de functiones y quebraron este uso local35.
De igual manera que el resto de los oficios públicos de la ciudad, también la lugartenencia se ve afectada por el carácter patrimonializado de este oficio y por su marcado carácter endogámico, que se manifiesta, en este caso, de manera más matizada pero igualmente rotunda. Así, si antes hemos mencionado que en la designación de estos sustitutos por parte del escribano mayor tuvo mucho que ver los posibles vínculos familiares que unieron a ambos, será el lugarteniente el que al necesitar ayuda de personas, que le auxilien en su labor documental, va a ir asociando al oficio de la escribanía mayor a un personal subalterno, que le sirva de apoyo, como simples escribanos o amanuenses, y ése sería el tercer escalón en el organigrama funcional de la escribanía mayor del concejo36. Pero se da el caso que estos simples escribanos suelen coincidir, también, con gente ligada familiarmente a él, como ocurre con Alfonso García de Laredo, que en su larga carrera de escribano de cabildo desde 1464 a 1491 asociará al oficio a sus hijos Juan García de Laredo y Pedro de Laredo37.
También podemos apreciar un cierto cursus honorum en el escalón que corresponde a estos lugartenientes. Al menos eso parece indicar el caso del antes citado Alfonso García de Laredo, que trabajó como simple escribano asociado a los lugartenientes Alfonso López y Juan Martínez38, y que al cese de este último asciende a escribano de cabildo en 1464.
Que se sepa, también el cargo del lugarteniente era unipersonal, lo mismo que el de escribano mayor, al que sustituye. Desde que se tiene constancia fehaciente del ejercicio delegado del oficio se aprecia en la praxis documental a una única persona desempeñando tal función, auxiliada, como acabamos [p. 365] de decir, por otros escribanos subalternos. No obstante, desde fines de 144539 se observa que la lugartenencia va a recaer indistintamente en dos personas. En las fes y albaláes que dan los escribanos del cabildo el nombre de Bernal González, escribano público y lugarteniente de Pero de Pineda y el de Alfonso López, también lugarteniente del mismo escribano mayor, se sucede indistintamente, si bien será solo este último el que aparezca como tal en las nóminas del concejo cobrando sus emolumentos por el desempeño del oficio de manera continuada. Sin embargo, esta situación será puramente coyuntural, ya que a partir de febrero de 1450 se reinicia la lugartenencia única, que recae en Juan Martínez, a raíz de ser nombrado como nuevo escribano mayor Juan de Pineda.
Así pues, la organización burocrática de este oficio concejil en el seno de la corporación sevillana se presenta a lo largo de la Edad Media de manera jerárquica y articulada. Al frente del mismo se sitúa la figura del escribano mayor del Concejo, que a modo de “canciller” es el responsable último de su funcionamiento. Dotado por el poder de la máxima representación de la fe del Concejo desde los inicios de la Sevilla cristiana, se lo concibe desde el primer momento de la configuración institucional de la ciudad como uno de los oficios mayores de la misma. De ahí que, por parte de la monarquía y del propio concejo, se intente aunar la función primera de control sobre la producción escrita del mismo — en tanto que bajo su mandato se formalizan documentalmente todas las relaciones que se establecen entre el poder local y sus ciudadanos — con el prestigio y la relevancia social de tal oficio.
Por otro lado, el lógico incremento de la burocracia concejil, junto con este carácter prestigioso y relevante del oficio, van a llevar muy pronto a la necesidad de la existencia de un segundo nivel, el de los escribanos de cabildo, que desempeñaran realmente las labores documentales, suscribiendo y validando todos aquellos documentos que le fueran encomendados. Suelen aparecer junto al escribano mayor recibiendo una quitación anual en las nóminas de la corporación. Al ser profesionales de la escritura-escribanos públicos o del rey-estaban cualificados para tal función.
Por último, se delinea un tercer nivel, el de los simples escribanos, que auxiliaban a los escribanos de cabildo en su labor de redacción documental y, a veces, también suscriben documentos indicando su adscripción al oficio del escribano mayor correspondiente. Pese a su existencia probada, su trabajo se paga a través de libramientos puntuales. De la mayoría de ellos se sabe que son profesionales de la escritura que actuaban como escribanos públicos de la ciudad40.
[p. 366] El ámbito de actuación territorial de los escribanos mayores de Sevilla será el del concejo urbano. Además, la ciudad poseía un amplio alfóz o territorio sobre el que ejercía su jurisdicción, por lo que el escribano del concejo debía extender su radio de acción documental a los concejos rurales de este vasto espacio. Así, a su obligatoria función de información, ya que era él el que les tenía que comunicar todos los acuerdos del cabildo de la ciudad que le afectaran, se le añade muy pronto el de control de todos los oficios relacionados con lo escrito de cada uno de los concejos rurales de su tierra, tanto de las escribanías públicas como de las concejiles41. Y es que Sevilla tenía desde casi los inicios de su andadura como ciudad castellana la concesión por parte de los reyes del control y provisión de estos oficios, que se confirma en época de Alfonso XI, en 133542.
De esta manera será a través del escribano mayor de la ciudad como se concederán las cartas de escribanías públicas de su alfoz, se controlará el sistema de renuncias, y ante quien los aspirantes a estos oficios públicos rurales debían de realizar el examen y mostrar su suficiencia y capacidad para ello. Es, por lógica, en el seno del cabildo sevillano en donde realizan todos los formalismos de toma de posesión de los oficios y por donde pasan todos los litigios derivados del desempeño de los mismos. Su escribano mayor dará fe mediante la formalización escrita del documento correspondiente.
Al recaer en el escribano mayor toda la fieldat del concejo, sus funciones dentro de la corporación van a ser muy amplias y no se limitarán éstas a realizar una mera instrumentación por escrito de este atributo inherente al oficio. Desde las primeras ordenanzas conocidas de la ciudad se considera imprescindible la asistencia de dicho escribano a las reuniones del concejo o del cabildo43, y es en el órgano de gobierno del concejo en donde va a realizar su labor principal. Intervenía en él con voz pero sin voto, norma ésta que se aplicaba a todo el reino44, y debía, asimismo, recoger por escrito todo que se [p. 367] decía en estas reuniones corporativas, y los acuerdos que se tomaban.
Más tarde, Alfonso XI ordena en 1350 al concejo de Sevilla que el escribano del concejo tenía que escribir en las actas del cabildo el nombre de los oficiales y caballeros veinticuatro que asistieran a la reunión, especificando el momento de su llegada o salida de la misma. También, a partir del reinado de Juan II, se tenían que anotar los votos a favor y en contra que habían obtenido los acuerdos capitulares, el sentido de cada uno de ellos, y el número de asistentes a la reunión45. Extremo éste que debía tener muy en cuenta, ya que la inasistencia de los miembros del cabildo en número suficiente para garantizar el “quórum” invalidaba no sólo las decisiones y acuerdos tomados en la asamblea sino que le imposibilitaban, desde época de Enrique III y su sucesor Juan II, ponerlo por escrito ni dar fe de lo acontecido46.
Por otro lado, la presencia del escribano del concejo en estas reuniones del cabildo obligaba a realizar a éste labores de asesoramiento e información en el transcurso de las mismas. Así, desde 1442 debía de leer todos los viernes a los caballeros veinticuatro todas las leyes y ordenanzas tocantes a su oficio, como recordatorio de sus funciones. También, y porque al oficio del escribano del concejo le pertenesçe hazer memoria de las cossas que son pasadas por el dicho cabildo y para evitar la aprobación de asuntos de manera contraria a lo ya acordado o preceptuado anteriormente por las leyes u ordenanzas de régimen local, el escribano del concejo debe hacer relación de ellas verbalmente, al tiempo que mostrar el asiento de la escritura en el libro del cabildo47.
Esta disposición de Juan II se ve reflejada muy pronto en la práctica cotidiana del cabildo de Sevilla, ya que con una cierta frecuencia, y en asuntos muy variados el escribano mayor o su lugarteniente toman la palabra para expresar su parecer sobre el asunto en cuestión porque así lo mandaua el rey, nuestro sennor, en sus leyes e ordenanzas que quando fablasen algund negoçio que fuese pasado por cabildo, quél fiziese relaçión dello porque lo supiesen48. Así pues, se configura este oficio concejil como un referente necesario a la hora del asesoramiento en temas directamente relacionados con el gobierno de la ciudad, ya que el recuerdo de la memoria escrita debía de garantizar la corrección de lo dispuesto y acordado en el cabildo.
Además ocurría en muchas ocasiones que el escribano mayor del concejo no despachaba los documentos con la debida diligencia, lo que ocasio-naba unos [p. 368] perjuicios evidentes tanto para el gobierno de la ciudad como para los interesados en el negocio en cuestión. Esta situación, que debió ser la habitual, se evidencia sobre todo a partir del siglo XV, propiciada, sin duda, por el aumento considerable de trabajo a realizar. En 1418, el corregidor Pedro García de Burgos, ordena a Pedro de Pineda, el entonces escribano mayor, que selle sin demora un mandato de la ciudad al mayordomo para que librase 4.500 maravedís al jurado Pérez de Oviedo, que debía desplazarse a la corte como mandadero de la ciudad y debía irse pronto. Pues bien, la fecha entre libramiento y mandato de la aposición del sello median un mes y medio49.
De igual manera, en 1454, Suero de Moscoso, caballero veinticuatro, presenta en el cabildo del lunes, 2 de septiembre, una carta de Enrique IV por la que confirma la merced de la veinti-cuatría, que su padre Juan II le había concedido, al mismo tiempo que un docu-mento dirigido al escribano mayor Juan de Pineda, o su lugarteniente, Juan Martínez, para que asentara tal documento en el libro del cabildo, y, en conse-cuencia le remitieran como caballero veinticuatro los asuntos tratados en el mismo. Ante la ausencia de respuesta, el día 9 requiere al escribano para que lo haga, y, por fin, en el cabildo siguiente, el día 11, consigue que los regidores deliberaran y obedecieran la carta del rey, y ello a pesar de que todavía Juan Martínez no la había trasladado a las actas50.
Para evitar situaciones de este tipo, los Reyes Católicos establecieron unas medidas de control del trabajo encaminadas a conseguir una mayor diligencia y prontitud en el trámite. Así debían despachar con toda rapidez las comisiones que en el cabildo se hicieran referidas al servicio del rey y al pro y bien de la ciudad y de su territorio dependiente, que entregará al portero de la ciudad para que las haga llegar a sus destinatarios. Y las que no hubiera confeccionado la tenía que despachar en el cabildo siguiente sin más dilación, bajo pena de dos reales a descontar de su salario por el mayordomo y los contadores51.
De lo acontecido en los cabildos ciudadanos el escribano del concejo daría cuenta mediante la confección de unas actas en las que asentaba los acuerdos y decisiones que se acordaron en el cabildo correspondiente. Sin embargo, y pese a que la lógica escrituraria hace pensar en que la suscripción del escribano mayor, que la confecciona o la manda confeccionar, era el elemento que le otorgaba validez jurídica y fe, estos importantes documentos concejiles carecieron en la práctica documental del concejo de Sevilla de tal validación [p. 369] notarial52.
Al lado de esta función secretarial y documental que realizaba el escribano mayor del concejo de Sevilla, al poner por escrito los testimonios de lo sucedido en estas reuniones, se le añadía la obligación de confeccionar todas los documentos derivados del mismo, las escrituras, cartas y posturas, que recogieran los acuerdos y decisiones de gobierno : los mandatos, fes, albalaes u otros documentos que el concejo necesitara elaborar para el correcto ejercicio de su labor de administración y gobierno, y que por lógica, se debían de tramitar. Para ello se les dota de la correspondiente validación, que consistía en la obligada suscripción del escribano53, y, dependiendo del tipo documental en la aposición del sello concejíl, que representaba, al igual que el pendón, la autonomía de la corporación54.
No obstante, y pese a que la responsabilidad sobre el proceso de la documentación del concejo recaía en el escribano mayor, la custodia del sello no le correspondía a él sino a dos caballeros veinticuatro de la ciudad, que guardaban las dos tablas — lo que indica su doble impronta —, a la espera que un ome muy digno e de buena fe, el escribano mayor, se lo solicitara para aponerlo en los documentos emitidos en pergamino y otorgados en conçeio general o en cabildo. Por esta custodia los regidores recibían cada año 600 maravedís55.
Del que sí era depositario este oficial concejil era del sello de placa que el ayuntamiento hispalense empezó a usar desde finales del siglo XIII para documentos de expedición rápida en papel, a los que genéricamente se les denominó albaláes, y de los que hay continuas menciones hasta el siglo XV56.
Màs adelante, todos estos documentos debía de asentarlos desde mediados del siglo XIII en el libro del conçeio57, que muy probablemente hiciera la función de libro-registro de salida. Esta concepción de libro-registro, en la que subyace la consciencia de la conservación de la memoria administrativo-política del concejo por parte del poder real, resulta más explícita cuando Alfonso XI, en 1350, mandó que en estos códices diplomáticos se debían especificar no solo las cartas que el cabildo diera o mandara expedir, sino también el día de su emisión y los destinatarios de las mismas58. Sin embargo, de ellos no nos ha llegado ningún vestigio material, y únicamente se nos han transmitido menciones genéricas de pagos a escribanos para la compra del papel [p. 370] y tinta para los libros de la ciudad59.
Al lado de este libro-registro de salida, el mismo rey ordena, también, que, a modo de registro de entrada, se trasladen todos aquellos documentos de muy distinta procedencia que se recibieran en el concejo. Éstos eran habitualmente las cartas de respuestas a los asuntos emitidos en los documentos del cabildo o, también, las cartas de los reyes que atañían a los negocios y hacienda concejil60. Esta práctica se generalizó en Sevilla y en todo el reino cuando Juan II ordenó que estos escribanos mayores recogiesen por escrito las diferentes alegaciones que tuviesen contra los miembros del cabildo61.
Hasta aquí se evidencia que el ejercicio de este oficio en el seno del concejo de Sevilla resultó ser una adaptación al gobierno y jurisdicción municipal del notariado público, en donde se combinaba el ejercicio de la fe pública con la práctica documental62, al que hay que sumarle la función de asesoramiento63.
Sin embargo, desde los primeros tiempos de su existencia el escribano sevillano va a realizar otros cometidos y no menos importantes de los que acabamos de mencionar. Así, desde Alfonso X debía ser garante de la conservación y custodia de los libros de actas del concejo, de los libros-registro de entrada y salida de documentos que acabamos de mencionar, y también de los libros de cuentas del mismo y de los distintos padrones de derramas y tributos que con finalidad fiscal o militar se tuvieron que confeccionar64. Su participación en este aspecto fue regulada por Juan II cuando ordena que ante ellos pasaran los padrones de lo çierto de las monedas, que debía asentar en sus libros y mandar una copia a los recaudadores reales65.
[p. 371] Se perfila así el escribano del concejo como la persona fiable para asegurar la necesaria conservación de la documentación administrativa de la ciudad, que el concejo expedía o recibía de manera habitual. Sin embargo, al igual que ocurre con la custodia del sello de cera pendiente del concejo que correspondía a un caballero veinticuatro, va a ser una persona de la misma cualificación la que se encargue de tener bajo su control los títulos relativos a los privilegios reales concedidos a la ciudad. Por ello recibía anualmente la cantidad de 600 maravedís a cargo de la corporación66. De esta manera, la clara distinción que hace el concejo de Sevilla entre la memoria administrativa e histórica, representada esta última en las concesiones que a lo largo del tiempo le fueron dotando los reyes y que constituían la base de su poder y jurisdicción, provoca esta aparente disfunción. Pero ésta no es sino un claro indicio del valor que se le da a estos documentos solemnes como referente importante del prestigio e importancia del concejo sevillano, ya que al igual que el sello mayor, debió de representar la amplitud y extensión de su soberanía.
Por otra parte, también, el escribano mayor tenía que controlar gráficamente todo el proceso de arrendamiento de las rentas concejiles, la almoneda y el posterior remate, ya que eta el escribano mayor el que debía dar fe de lo acontecido, porque sin él fatum es nichil67. En ese mismo sentido, los Reyes Católicos estipulan que sea ante él ante quien presenten los arrendadores de las rentas concejiles sus remates, cuyas cartas de recudimiento signará a razón de doce maravedís cada uno68.
Este mismo control de los aspectos económicos del concejo le hace ser la persona adecuada para recibir del escribano judicial en custodia la relación de penas adjudicadas para la cámara o para la guerra de los moros, que debía darlas al limosnero de la ciudad. En el caso de ser aplicadas a obras públicas, el escribano las podía gastar siempre y cuando contara con la orden previa del corregidor, que a fin de año le pedirá cuentas69.
Todo ello le hace responsable de asegurar información de primera mano de tipo económica, fundamental por otra parte para la hacienda ciudadana. Es más, el control que debía ejercer sobre estos aspectos económicos del concejo en relación con los administrados rebasaba la garantía de la simple custodia de la memoria económica del cabildo, ya que eso llevaba aparejado una auténtica labor de intervención administrativa y hacendística.
[p. 372] Desde luego, eso parece deducirse del hecho de que era al escribano mayor al que habían de dar las cuentas que año tras año los distintos mayordomos cerraban al finalizar el ejercicio con respecto a los ingresos y gastos de la corporación sevillana. También de la mano del escribano mayor o su lugarteniente salían los mandatos del cabildo dirigidos al mayordomo o a los contadores para que hicieran efectivos los pagos ordenados70. Es más, Alfonso XI ordenó que supervisasen la labor de los contadores y asegurasen, mediante su firma que éstos tuviesen todas las anotaciones al día71. Más tarde Enrique III insistió en el tema, y para evitar abusos y descontrol en las cuentas públicas prohibe al escribano sellar cartas o albaláes por los que se debían pagar una cantidad sin antes ser libradas y señaladas por los contadores, y, viceversa, los contadores deben anotar en sus libros las cuentas y libranzas, siempre y cuando hayan sido controladas previamente por el escribano72.
Y esta relación directa que se establece con los oficiales encargados del control económico73 de la corporación se acentúa, si cabe, con otros oficios relativos al gobierno ciudadano como los jurados, pues al ser éstos los encargados de recibir y recaudar los tributos de los vecinos de su collación o barrio, debían dar las correspondientes cartas de pago, que eran redactadas por el escribano mayor, que las suscribía y validaba con el sello del concejo. El paso previo, y que era totalmente imprescindible para poder llegar a la expedición de estos documentos, consistía en que los jurados dieran cuenta por menudo de toda su recaudación, tanto al mayordomo como al escribano mayor, que una vez enterados del asunto daban vía libre para la expedición del citado recibo74.
Como puede apreciarse son muchas las funciones que el escribano mayor del concejo sevillano, o su lugarteniente efectuaban. A través del uso abundante del instrumento escritura, tanto su presencia en el órgano de gobierno, el cabildo, como en las otras esferas de la administración concejil, este oficio controla desde un punto de vista documental los múltiples y variados asuntos derivados del complejo organigrama burocrático de un concejo, como el de [p. 373] Sevilla, que desde los inicios de su andadura se vio dotado de un amplio marco de competencias fiscales, judiciales, militares, y de gobierno75.
Va ser precisamente en este último campo en donde se inserte otra función de tipo documental realizada, o mejor, controlada por el escribano mayor. Y es que para facilitar la labor de gobierno del concejo con respecto a los administrados, resultaba necesario e imprescindible en esta época acudir a la memoria administrativa e histórica de la ciudad. Para ello, al igual que en otros ámbitos de poder, se recurre a la confección de útiles culturales76, que en Sevilla se plasman en la confección de cartularios, o libros que recopilen sus documentos, en los que se basaban su poder, jurisdicción, señorío y propiedades, dotando así a la práctica medieval de la confección de estos o códices diplomáticos de una función política-simbólica que rebasaba la mera función práctica de custodia y conservación de los títulos adquiridos a lo largo del tiempo.
Desde el siglo XIV se tiene constancia de la labor recopiladora del concejo de Sevilla, ya que en 1337 Fernán García, escribano público de la ciudad, hizo tras-ladar en un libro de sesenta y ocho hojas de pergamino todos los privilegios de la ciudad77. Esta necesidad de agrupar y trasladar las concesiones reales de la ciudad se constata también en el primer tercio del siglo XV cuando Alfonso López, lugarteniente del escribano mayor, realiza la copia de un cartulario en 1426 por encargo de la ciudad78. Sin embargo será a finales de la decimoquinta centuria cuando este afán del concejo sevillano se haga más patente y se plasme en la confección de varios cartularios que acogieron los usos y las leyes por las que regirse Sevilla79.
Propiciados por la corona, pero confeccionado por y en el concejo, el Libro de Privilegios80 y el Tumbo de los Reyes Católicos son producto de una orden de los Reyes Católicos dada a Juan de Pineda, escribano mayor de Sevilla, [p. 374] en 149281, para que mandara confeccionar dos libros, uno en pergamino, que debía asentar los privilegios antiguos de la ciudad, y otro en papel, en donde se debían trasladar los documentos de su reinado. De la misma manera se procede a partir de 148982 a recopilar las ordenanzas ciudadanas y otros instrumentos, proceso que había comenzado en 140983 y que culmina con su impresión en 1527.
Sin embargo, la autoría a la hora de confeccionar estos cartularios no corresponde en la práctica al escribano mayor, ni tampoco a su lugarteniente en la mayoría de los casos. Ambos delegan su elaboración material y gráfica a otros escribanos que no formaban parte de la burocracia concejil, pero que ocasionalmente trabajaban para la corporación copiando todo tipo de documentos, y por el que recibían una determinada cantidad de dinero de la misma. Así sabemos que fue Gómez Nieto el que trasladó los documentos en una parte sustancial de los cinco volúmenes del Tumbo, y por ello recibió en 1496 la no despreciable suma de 10.540 maravedís84, y en 1502, 14.04085. Y en 1497 sigue trabajando para el concejo trasladando en este caso unas ordenanzas referidas a la justicia y escribiendo unas sentencias del Licenciado Villena sobre problemas de términos86. De igual manera se conoce el pago al copista Cristóbal Suárez, escribano de obra, por haber trasladado, en 1495, unas ordenanzas de los Reyes Católicos sobre los corregidores87.
No obstante, la función del escribano mayor o su lugarteniente, estribaba en este caso en el control que establecía sobre la elaboración de los cartularios, sirviendo de correa de transmisión entre el Concejo y el copista, pues es era el que se encargaba de adquirir la materia escritoria, el papel o pergamino, y al que se le pagaba el dinero estipulado por el trabajo de copia para que lo entregara al escribano de turno. También, una vez acabado el trabajo y encuadernado el manuscrito, debía recepcionar el libro ante los contadores88.
[p. 375] El trabajo profesional que realizaba el escribano mayor o su lugarteniente era retribuido por unas determinadas cantidades de dinero. Desde que se rastrea la existencia de este oficio en el concejo sevillano, éste estaba en nómina de la corporación, al igual que los otros regidores de la ciudad. En época de Alfonso X y Sancho IV cobraba cada año 200 maravedís de quitación al igual que el mayor-domo89, cantidad que fue aumentando paulatinamente en los sucesivos reinados. Así con Alfonso XI, su sueldo aumentó a 1000 maravedís, cantidad a la que sabemos que desde 1404 se le añadía un pago en especie para su vestuario y ayuda a mantenimiento que consistía en doce varas de paño de Brujas y cinco cahíces de cebada90. Más tarde, en época de Juan II el montante del salario se incrementó en 3.600, una vez que el mismo rey diera la orden de doblar los sueldos de los regidores91. De ahí se pasa desde 1469 a la cantidad que oscila entre los 10.400 a 10.600 maravedís92, hasta fijarse definitivamente en 10.000 a raíz de una orden de los Reyes Católicos dada en Barcelona en 149293.
Este salario lo percibía el escribano mayor por poner por escrito las escri-turas del concejo, que en teoría debían de salir de su mano y no de cualquier otro escribano perteneciente al cabildo ciudadano. Sin embargo, a raíz de la consolidación del fenómeno de la lugartenencia, y coincidiendo con la entrada en la cárcel del escribano mayor Bernal González, por delitos de índole económica, empieza a darse el hecho de que la consignación del salario, que año tras año cobraba este oficial con cargo a las arcas concejiles, se incrementa y se duplica. Así, desde 1407 Alfonso López, lugarteniente del que acabamos de mencionar, empieza a recibir la cantidad de 1.000 maravedís anuales, más el pago en especie de las ya mencionadas doce varas de paño de Brujas y cinco cahíces de cebada94. El escribano mayor seguía recibiendo su salario independientemente de que el ejercicio delegado del oficio que representa supusiera el desembolso por parte del concejo de otra quitación añadida.
Este hecho, que en principio podría explicarse dado lo extraordinario de la situación, deja de ser excepcional cuando se comprueba que hasta los últimos años del siglo XV permanece inalterable, apareciendo de manera habitual en las nóminas de quitaciones del concejo sevillano una doble consignación, la del escribano mayor, y la del lugarteniente de turno. La cantidad que percibe este último es siempre la misma, no sufriendo variación a lo largo del siglo, y lo [p. 376] mismo ocurre con el pago en especie, que sí ofrecerá una variación sustancial en función del precio del mercado de estos productos95. De esta manera, el escribano mayor consigue, por la inercia de los hechos desviar el gasto de su sustituto hacia la institución, que se va a ver gravada durante todo este tiempo con un gasto, que por lógica no le correspondía.
Por otra parte, podía suceder que el escribano mayor fuera el encargado de realizar otro tipo de documentos que no emanaban directamente de los cabildos, pero que sí servían para la salvaguarda de los intereses de la corporación y el buen manejo de los asuntos públicos. En este caso, la remuneración por esta labor documental extraordinaria se establecía mediante unos aranceles, que desgranaban las tarifas a cobrar en función del tipo de documento que hubiera de redactar.
Sin embargo, y a pesar de que en las ordenanzas dadas a la ciudad por Alfonso X hay una mención expresa a esta circunstancia, no se indica en ningún momento cantidad fija a percibir, y se deja abierta la posibilidad de que éste concertara un precio determinado con el demandante. Esta indefinición económica en el aspecto retributivo de su trabajo, de la que también participaron sus colegas del ámbito de escrituración privada se prolongó durante el periodo medieval96, y contrasta vivamente cuando se sabe que en el seno del propio concejo de Sevilla los escribanos que desempeñaban su trabajo al lado del alcalde mayor o de los alcaldes ordinarios sí tenían unas tarifas fijas establecidas en la misma época y por el mismo rey, y ello se refuerza y acentúa en el reinado de su sucesor Sancho IV, siguiéndose así la tendencia, que en estos tiempos se estaba dando en la corona de Castilla, de in-tentar controlar este importante aspecto del quehacer notarial97.
La consecuencia inmediata de tal situación fue la existencia de continuos pagos por esta labor documental “extra”, que el mayordomo o los contadores asen-taban en las nóminas de libramientos de la corporación, de cantidad variable y que en muchas ocasiones excedía al sueldo establecido. Éstas fueron percibidas por los distintos lugartenientes y sus escribanos auxiliares a lo largo de este periodo98. De otra parte, la ambigüedad que se propiciaba sobre este asunto al [p. 377] no existir una regulación clara al respecto debió dar lugar a lo largo de este tiempo al abuso y al cobro de cantidades excesivas por este trabajo, e incluso a desviar por esta via extraordinaria la elaboración de unos documentos, cuyo pago entraba dentro del concepto habitual.
Al mismo tiempo, la situación privilegiada que el escribano mayor tenía dentro del entramado institucional del concejo le permitía obtener información de primera mano de los recursos económicos de la corporación, así como de la manera en la que, a través de su trabajo, podía beneficiarse de otros ingresos añadidos. Se sabe que desde el desempeño de este oficio por Juan de Pineda, a mediados del siglo XV, era habitual que éste ingresara en sus arcas un tanto por ciento — treinta maravedís al millar — de los ingresos que recibía la ciudad por las rentas de los bienes de propios, merced que tenía desde época de Juan II, que fue confirmada por Enrique IV y los Reyes Católicos en los primeros años de su reinado99. Un porcentaje aún más elevado — setenta maravedís al millar — cobraba el escribano mayor de la contri-bución de la Hermandad, lo que le podía suponer unos 50.000 o 60.000 maravedís anuales, y a los contadores unos 80.000100.
Otra situación abusiva, y que le reportaba beneficios crematísticos es la que se derivaba del hecho de tener ocupadas y bajo su control otras escribanías concejiles, cuya provisión recaía en la corporación que nombraba a otros profesionales de la escritura para desempeñarlas de manera oficial, como las correspondientes a la Mesta, Hermandad, la de los alarifes y la de las comisiones. También, y al lado de esta clara injerencia y usurpación de otros ámbitos de documentación urbana, se llegó a desviar a cargo de las arcas concejiles los gastos derivados de la adquisición de papel, tinta y cera para el sello del concejo, que la escribanía mayor necesitaba año tras año para la confección de sus documentos101.
Ausencia de tarifación fija, invasión de espacios documentales que no le correspondía, cobro de derechos económicos conseguidos por la costumbre y no por disposiciones legales, desvío de los gastos habituales en el ejercicio del oficio hacia las arcas concejiles. Ante tamaña situación los Reyes Católicos adoptan una serie de disposiciones encaminadas a atajar estos excesos del [p. 378] escribano mayor. Así, y previa petición de informe al asistente de la ciudad, Juan de Silva, conde de Cifuentes102, ordenan en julio de 1492 que el escribano mayor y su lugarteniente no lleven más derechos que los correspondientes a sus salarios, que percibían en las nóminas de las quitaciones, eliminando así los tantos por cientos abusivos así como la ocupación de las otras escribanías.
Y alguna resistencia al cumplimiento de estas disposiciones debió de haber, ya que las órdenes de los monarcas sobre estos mismos asuntos se van a suceder reiteradamente en los años 1493 y 1494, coincidiendo con el nombramiento del nuevo escribano mayor, Pedro de Pineda, debido al fallecimiento de su padre103.
Más tarde, en 1500, los monarcas vuelven a insistir sobre lo mismo, e incluso dan un paso más en el intento de regular estos temas, ya que prohibieron que la ciudad pagara más de un salario, asignando al escribano mayor la obligación de pagar a su costa al lugarteniente, y también, que fuese la propia corporación la que tuviera que hacerse cargo del pago y adquisición de los útiles escritorios necesarios. Por otra parte, para paliar los excesos monetarios que los escribanos mayores o sus lugartenientes cometían en el cobro por la elaboración de los documentos, mandan que el asistente de la ciudad, Juan de Silva, junto con los caballeros veinticuatro elaboraran una tabla de derechos o arancel, por el que tenían que regirse los escri-banos del concejo. La respuesta del asistente y los regidores fue rápida y el 11 de noviembre de ese mismo año se vota favorablemente la tabla elaborada por ellos en la reunión capitular de ese día, y se le notifica a Gonzalo Vázquez, lugarteniente del escribano mayor del concejo Pedro de Pineda, que dos días más tarde se resiste a cumplirla, ya que la ha recurrido ante los reyes104. De todas maneras, este arancel se aprobó por el rey en reunión del Consejo Real el 28 de enero de 1508, y pasó a hacerse efectivo a partir de esta fecha105.
De todas maneras, habría que señalar que el cobro de derechos excesivos por los escribanos de los concejos en todo el reino fue un mal endémico. Por ello en la pragmática de Alcalá de Henares de 1503 abordan el problema de manera global y establecen un arancel a cumplir en todos los concejos castellanos106. Y la simple comparación entre el confeccionado por el concejo de Sevilla en 1500 y el ordenado por los reyes con carácter general, deja traslucir de nuevo la diferencia de criterios que se aplican entre uno procedente [p. 379] de la práctica local, mucho más exhaustivo y prolijo, con la concisión que se trasluce en la norma de incidencia más total107.
Sin embargo, no eran éstos los únicos ingresos que recibía el escribano mayor del concejo de Sevilla. Al lado de los que acabo de mencionar, derivados del uso correcto o abusivo de su trabajo profesional, este oficio concejil participaba como un regidor más de otros beneficios económicos que resultaban del ejercicio eventual de determinados cargos o misiones encargadas por la propia corporación. Y es que al ser éste un oficio patrimonializado, vinculado a un determinado linaje, llegó a ser parte interesada en el juego de intereses de las personas y familias que compusieron el regimiento de la ciudad, de marcado carácter oligárquico108.
Así, desde mediados del siglo XV son muy abundantes las noticias sobre la tenencia de alcaidías de castillos pertenecientes al concejo de Sevilla, que en esta época fue casi de exclusivo disfrute de los regidores sevillanos109. La tenencia de Matrera fue de Pedro de Pineda en septiembre de 1429, y por ella recibió la no despreciable suma de 12.000 maravedís y sesenta cahíces de trigo. Más adelante a su hijo y sucesor Juan de Pineda le cupo en suerte entre los regidores la de Castilleja del Campo en 1451, y alternó la de Matrera y Lopera desde mediados de los años cincuenta a los setenta110.
De igual manera, y con mucha frecuencia Juan de Pineda va a representar al concejo sevillano junto con otros regidores o jurados, bien acudiendo a la corte del rey para solucionar asuntos relativos al gobierno municipal111, por lo que recibía una ayuda de costa, o bien acudiendo en 1483 como procurador de la ciudad a Miranda del Ebro para asistir a la junta general de la Hermandad112. También, y por encargo del regimiento será diputado por Sevilla junto con Diego de Fuentes para mandar gastar los maravedís del pedido de la guerra de Portugal113.
[p. 380] Pero se da también la circunstancia de que el escribano del cabildo o lugarteniente del escribano mayor contaba también a la hora de beneficiarse económicamente de su posición en el cabildo ciudadano. Ya antes hemos mencionado el cobro anual de 1.000 maravedís más la cantidad equivalente en cebada y paño que el concejo disponía en sus nominas para ayuda de su manutención y vestuario. Esta retribución que surgió ante la eventualidad de la prisión del escribano mayor Bernal González, se perpetuó a lo largo de este siglo hasta la prohibición expresa de esta práctica por parte de los Reyes Católicos. También hemos señalado que percibían cantidades extraordinarias por realizar documentos necesarios para el concejo, que en principio no entraban en su cometido. A estas cantidades habría que añadir las que les correspondían por desempeñar al mismo tiempo las labores de jurado114.
Además de todo esto, los lugartenientes van a llevar a cabo otros trabajos no documentales pero sí precisos para la institución, acudiendo a la corte o a los distintos pueblos que dependía de Sevilla, y por ello recibían una determinada cantidad de maravedís como el lugarteniente Juan Martínez que en 1457 cobra 10.000 maravedís por la ida a la corte, o Alfonso García de Laredo, que en 1459 acompaña a unos regidores sevillanos a Fregenal115.
Por otra parte también solían ser beneficiarios de arrendamiento de rentas concejiles o de otros oficios relacionados con el concejo. Así, tras la súbita desti-tución de Alfonso López como lugarteniente, tras la llegada del nuevo escribano mayor, Juan de Pineda, el concejo le da a renta por diez años el cortijo de Toro116. Este mismo escribano era obrero de las obras y labores de Constantina con cierta pensión y salario que anualmente se le pagaba de los propios de dicho lugar, y en 1454, estando a punto de morirse, su sucesor en la lugartenencia Juan Martínez consigue que el concejo de Sevilla le transmita el cargo de su antecesor con el mismo salario117.
Pero lo interesante de estos y otros datos, que se pueden aportar en el mismo sentido, no es el hecho de que las personas ligadas a la escribanía mayor del concejo, y el escribano mayor ingresaran en sus arcas unas determinadas cantidades por el desempeño de unas funciones diferentes de las que le correspondía, aparte del dinero que ya obtenían por el “ejercicio” de su función. Se señala también un hecho importante, y es que su consideración sociopolítica118 [p. 381] en el seno del cabildo, y su función real supera con creces los limites del oficio que detentaba.
De esta manera, la mera conceptuación como escribano público o profesional de la escritura se queda muy estrecha al considerar que su ámbito de actuación documental se ciñe en exclusiva a las formalizaciones escritas del poder local, ya que su actuación escrituraria en la esfera de lo concejil llevaba implícitas y anejas funciones de tipo secretarial y de asesoramiento, e incluso de control económico y hacendistico. Y éstas eran totalmente ajenas a las ejercitadas por sus colegas, los escribanos del número, que desempeñaban su labor documental en lo privado.
Estas funciones en el corazón mismo del órgano de decisión del gobierno ciudadano le permitía poder participar también en otras diligencias, y obtener una información de primera mano de todos los asuntos que atañían a la administración y gobierno de la ciudad. Quizás por ello la confianza que se depositaba en este oficio, detentaba la fe de la corporación, hizo que casi desde los inicios de la institución, el que desempeñara tal cargo debía poseer una “cualidad” añadida a los requisitos puramente profesionales, su pertenencia a las capas más altas de la sociedad del momento.
Se sitúa así la escribanía mayor del concejo de la Sevilla medieval entre el control de todo el proceso de documentación a través del cual se establecieron las relaciones de poder entre el concejo y los ciudadanos y el desempeño de otros papeles similares a los otros cargos de relevancia del cabildo. En definitiva, parafraseando a G. Costamagna, entre el prestigio y el poder.